LA VÍA DOLOROSA DEL MALECÓN
Por Alberto Castillo Baños |
Cae la tarde. Silencio. Plegarias y oraciones. Recogimiento. Soledad ante el supremo sacrificio. Cristo sale a nuestro encuentro con una cruz arbórea sobre sus hombros flagelados... El sol está llegando a su ocaso y se oculta por la raya del horizonte poniendo tintes rojizos al tapiz esmeralda de la huerta. La ciudad, que le ha estado esperando, calla y reza: |
divinos Rey de los reyes y "Gran Poder" caído sobre un manto de claveles
y
lirios.
Lo
que antaño fuera construcción para defender la huerta de
las avenidas del viejo Thader, se ha convertido, con el paso de los años,
en un hermoso paseo por donde la ciudad extiende sus tentáculos
y se abraza, en ardorosa muestra de amor, con unos jardines que se resisten
a desaparecer bajo la constante presión del cemento y la modernidad.
Es el Malecón lugar de solaz y recreo, de encuentro con lo que se
resiste a marchar, de paseo agradecido en las tardes del invierno cuando
los reconfortantes rayos del sol lo bañan en tibia luz dorada o
en la anochecida del estío bajo el manto de plata de la luna murciana
y la suave brisa que mece las copas de los árboles en las huertas
cercanas. Y el viejo Malecón es, también, altar por el que
suben al cielo las plegarias y oraciones de una comunidad religiosa que
tiene en el silencio de la clausura el mejor de los vehículos para
acercarse al Padre. Las madres capuchinas, desde hace décadas, trasladaron
el cuerpo incorrupto de Sor Ángela María Astorch, su milagrosa
fundadora, y con ella se fueron todas para quedar junto al entrañable
colegio Marista, de mi infancia perdida, para encontrarse a todas horas
con el Dios del Amor. Y allí, en las horas de meditación
de la clausura, se postran de rodillas ante la divina imagen de un Cristo
que, con gruesa cruz de madera al hombro, preside el día a día
de esta congregación religiosa. Jesús
del Gran Poder le
llamaron en los tiempos modernos. Bellísima talla que saliera de
la gubia inmortal de Nicolás de Bussy y que desde hace siglos mueve
al arrepentimiento y la conversión.
Quince
años se cumplen, en este de gracia de dos mil uno, en el que un
grupo de murcianos, compañeros y amigos, decidieron procesionar
por las calles de la ciudad barroca la egregia figura del Cristo torturado. Jesús
del Gran Poder le
llamaron. Y allí, bajo su trono y andas, se citaron las gentes de
la pluma y el estoque. Periodistas y toreros que, cada uno en sus terrenos,
se juegan el día a día en un intento de acercarse más
a Él. El miércoles de la semana de Pasión, así
llamada, trasladan a Jesús
del Gran Poder
desde el silencioso claustro de la clausura capuchina hasta las naves del
templo de San Nicolás, desde donde la noche del Viernes de Dolores
saldrá la procesión del Santísimo Cristo del Amparo
y María Santísima de los Dolores. Noche pórtico de
la Semana Mayor. Noche en la que se rompen los diques de contención
nazarena y un mar de túnicas azules, color mariano por excelencia,
inunda las viejas arterias de la Jerusalén murciana en un desbordado
torrente de amor. Y mientras la ciudad recibe sobrecogida el tortuoso caminar
del Cristo que es el único "Gran Poder", el silencio se quiebra
con el "quejío" amargo de la saeta. Oración y plegaria, ronco
lamento del alma enamorada que expresa con el cante grande los más
profundos sentimientos que el corazón atesora. El amor a Jesús
del Gran Poder se
hace poesía en la noche de la primavera murciana y la bulería,
el martinete, la seguidilla o la toná rasgan el velo de las tinieblas
del alma y suben hacia lo más alto, quedando prendidas en la hermosa
cabellera de un Cristo caminante con la que juega, reconfortándolo,
el vientecillo suave de la noche primaveral. Y la ciudad enmudece. Como
lo hizo aquel miércoles anterior cuando el Varón de Dolores
llegó a nosotros arrastrando su amargura por el centenario empedrado
del viejo Malecón. Era el pregón, a corto plazo, de una pasión
anunciada. Del supremo sacrificio que, el Hijo del Hombre, venía
a realizar una vez más y por cientos para salvar a la Humanidad.
Salgamos
a su encuentro, en la noche de la primavera, cuando nos invita a llevar
con Él la pesada carga de la cruz en un viejo paseo, antaño
muro defensivo de riadas, que por estos lugares llamamos El Malecón.
Y
la ciudad le reza en emocionado silencio... Padre
Nuestro Nazareno: sangre, lirío y amargura. Santificados tus pasos
divinos. Rey de los Reyes y Gran Poder caído sobre un monte de claveles
y lirios..."
Alberto
Castillo Baños